El azufre me quema la garganta,
mientras mi piel se descompone
al compás del ataque clandestino.
Siento como el ácido se cuela en mis ojos,
derritiendo mi iris,
y un vástago atraviesa mi oído medio.
El dolor, realmente,
nunca ha podido ser descrito,
y ahora entiendo el por qué,
si no existe manera alguna
de que mi cerebro vuelva
a articular una frase en torno a este momento,
tanto por horror como por capacidad.
Lentamente,
la bilis me comienza a
brotar por las fosas nasales,
los poros de mi piel están
completamente cerrados,
y regurgito excremento ya tragado.
El infierno no existe,
sólo este eterno deceso,
que rompe mis genitales a cuchilladas,
y desgarra mis intestinos retorcidos.
El suicidio sería el alivio más grande,
si tan sólo tuviera la capacidad de procrearlo.
La única tentación que sostengo es morir,
mi única esperanza, dejar de ser,
mi mayor desafío,
dejar de sangrar a causa
de la catana que me atraviesa
desde el ano hasta el cráneo.
Fiadmo